El sol va cayendo, el aire se enfría, la gente se abriga y la
noche se acerca, pero con cautela. Con esa cautela con la que tú me enamoraste,
aquel viernes de agosto de hace unos años con mentiras y apaños tales como los de aquellas noches que creíamos que eran
tibias y al final nos terminábamos enfriando.
La mentira y el amor se
cruzaron en mi camino con la más grande frescura, esa frescura que delataba tu
boca al besarme.
Viernes 17 de agosto, las nubes dibujaban el cielo, un cielo rojizo
por el despojo de las últimas prendas del sol. Tú estabas ahí, tu belleza me
deslumbró y tu pasión ocasionó en mi cuerpo un pequeño electroshock. Una pasión que jamás se había desatado en mí
ser, esa única pasión hacia el ser amado la cual me obligaba a verte como Romeo
en mi balcón.
El sol aún no se ocultaba y él se me acercó, con un cigarrillo en
la mano. Me saludó con un beso que tenía un destino incierto y un final
inesperado. Ese beso que sientes que
levanta hasta el mínimo bello de tu cuerpo y hace que tu respiración desespere
y vaya en búsqueda de una respiración más fuerte.
Desde ese momento, el amor se convirtió en un amor adictivo, adictivo
de mi parte un juego de la suya. Me agarró
la mano me entregó su amor y lo blanco de su corazón, un blanco como el de una
hoja en la cual escribes una historia, pero esta hoja no tenía ni un cuento, ni
un punto, ni un personaje, solo repartía vacío y adicción hacía mi parte. Un amor que en un comienzo fue recíproco y en
momentos vacío, desapareciendo por días y encontrando rojos que no tenían
coherencia con las mentiras dichas.
Molestias que no tenían una razón porque todo era una mentira, de
mentiras se conformaba mi vida en ese momento, pero yo tenía su corazón y el
suyo una adicción.
Largas horas de telenovelas contadas por el teléfono en búsqueda de
un perdón, arrepentido por sus desaparecidas sin enterarme de su adicción. Él iba
en búsqueda de mujeres, sexo y droga, mientras yo estaba soñando con nuestra
boda.
Una noche el amor se quebró, un rojo intenso encima de una hoja
blanca opacó mi felicidad, esa felicidad que tuve desde el primer día que me
bajó las estrellas. Unas estrellas que dieron a la fuga en esa noche fría. Una mentira
que llegó a su éxtasis total tras haber tenido un encuentro un tanto casual, en
el cual las prendas se despojaron de los cuerpos por si solas en melodía con
esa pasión, con esa pasión que le entregaban, la cual no sentía porque al día
siguiente no se acordaba. La palabra
amor llegó a su fin, un punto decoró el
final, ese final con el que él soñaba, ese final que no se vio venir aquella
tarde dibujada con nubes, ese final que yo no quería por nada del mundo. Pero llegó.
Fue un amor incapaz, pasional y agresivo. Un amor lleno de
adicciones unas con soluciones drásticas otras con soluciones mentales, un amor
que se llenó de bailes y cantares, un amor con gritos de palabras costas, un
amor que prefería callar antes de herir por mi parte, pero por la suya no hay
nada que decir. Un amor que murió, un amor que hizo daño, que un progenitor
hubiera odiado, hubiera llorado. Un amor lleno de papeles manchados, de hojas
en blanco, de palabras vacías, de olvidos y reclamos. Un amor que llegó a su fin con el
internamiento de la adicción, con la cura para el desamor, con el paño que limpió
el rojo que dejó.
Un amor que cambió internado por precaución, una recuperación
peculiar para un sujeto blanco como las hojas en las que suelo escribir. Un sujeto
que prefirió la adicción al amor incondicional de una mujer, una mujer que lo
acompañó hasta su último terminal. A la que le repartió el beso frió del llanto
final.
Una mujer que tras su partida borró las letras de las hojas blancas
que poseía.