lunes, 6 de mayo de 2013

Amanda


Un olor fuerte a alcohol, alcohol barato, hizo que su cuerpo volviera en sí, esa mañana de julio, el julio más frío y nublado que Lima había vivido.
Miró desorientada a todos lados, el techo era blanco, blanco percudido con un foco ahorrador al medio. Había un ventilador en la parte izquierda, un espejo al frente de ella y estaba sobre un cobertor de flores, como el de los hoteles baratos de la avenida aviación a los que solía ir, cuando no tenía dinero para calmar ansiedades y debía entregar su amor entre sábanas blancas percudidas.
No entendía que había sucedido, trató de levantarse pero su cabeza parecía estar en un tsunami interno. Se echó nuevamente, se vio el cuerpo y lo tenía cubierto, como si nadie la hubiera tocado. Hasta el collar largo que tenía en el cuello lo llevaba en el mismo lugar. Volteó y su celular negro estaba al costado de un vaso de ron vacio. Sabía a ron porque la alfombra lo delataba, encima de la mesita de noche marrón que estaba al costado de esa vieja cama y era domingo, eran las 3 de la tarde y era 21.
¡El cumpleaños de Andrea!, Exclamó en el interior de su garganta, pero al ordenar sus ideas y sentir que bajaba escaleras, por la parte izquierda para no caer por las barandas del lado opuesto, se empezó a preguntar ¿dónde estaba? Y, ¿cómo así había llegado a ese lugar?
Trató de hacer su mejor esfuerzo,  y logró pararse, sacó la cabeza por la ventana, pero veía paredes plomas. De lo que sí estaba segura era de que estaba en un hotel, uno de mala muerte. Se puso sus botines negros, y agarró su celular y monedas que estaban en esa mesita y decidió salir.
Ni siquiera atinó a preguntarle al portero de la puerta en qué situación y como así había llegado a ese lugar, por miedo a que la vean como una prostituta. Pero apenas salió una fila de 5 taxis pararon a su costado. De hecho era una muchacha guapa y estaba en una calle algo, no transcurrida por gente como ella. Esta vez no miró la cara del taxista como solía hacerlo, por miedo a ser robada o ultrajada. Igual ella pensaba que siempre le iba a pasar algo, decía que la vida no valía nada. Pero no con instinto suicida ni mucho menos, simplemente era una mujer insegura.
Cuando subió al taxi, empezó a revisar su celular y empezó a preguntar a qué hora se había ido y con quienes, que había amanecido en un hotel por la Panamericana Sur y no entendía nada.
En medio de las muchas preguntas que su cerebro desarrollaba, empezó a recordar.
Pintaba sus uñas, de color rojo bien oscuro, color rojo sangre. No era mucho de pintarse las uñas pero esta vez decidió hacerlo. Se echaba crema al cabello, al mismo tiempo pintaba sus ojos. Nunca podía terminar de hacer algo para comenzar otra cosa, simplemente hacía dos o tres cosas  a la vez. Se ponía aretes largos, como no acostumbraba. Un polo negro, que resaltaban sus ojos verdes y unos botines negros altos, con un jean negro muy pegado. Eran las 10 y 46 y ya estaba lista. Esperando en la sala de su casa con un cigarro en la mano, llamaron a la puerta como todos los sábados, sus compañeras de juerga la esperaban, una más maquillada y producida que la otra.
Como todos los sábados a esa hora, su autoestima se desinflaba como una llanta al ver tanta belleza junta. Era una mujer tan sin cultura que se deprimía por dichas cosas, que se deprimía por cosas que no tenían valor en su vida.
Pararon siete taxis, hasta que uno por un precio razonable las llevó a su destino. Chicos en todas las esquinas, música estridente, muchachas con vestidos cortos, olor a alcohol no tan barato, griteríos, hipocresía y seducción. Ese tipo de cosas que las personas normales no tomarían en cuenta, pero ella sí lo notaba.
La multitud se divertía, pero obligadamente por el alcohol y una que otra droga. La fiesta comenzó y su vez una competencia de baile sin querer, quien movía mejor las caderas para que un hombre se acercara. Ella solo observaba, de vez en cuando se reía. Siempre apoyada en una baranda con un vaso de ron, el que solía beber. De rato en rato aparecía un muchacho, ella sin querer le coqueteaba pero no se le acercaban. Ella tenía un concepto de los hombres un poco errado tal vez, creía que los hombres solo tenían pantalones para acercarse a una mujer si es que estaban ebrios o drogados.
Cuando ya todos parecían muñecos y se manejaban por instintos y no con la razón. Sabía que pronto se le acercarían unos cuantos muchachos para sacarla a bailar y tal vez algo mas, debajo de las escaleras.
Pero ella sabía que los hombres eran como los cigarros, en la cajita te decían que hacían daño, pero te quitaban la ansiedad y dependiendo de la marca eran ricos.
Se le acercó un muchacho, guapo, algo inseguro, pero sobrio, se pusieron a bailar el no intentó nada, ella estaba algo preocupada, de rato en rato se volteaba y se miraba en el reflejo de la barra. Se veía normal, no entendía que ocurría porque este muchacho después de dos horas de baile y de no preguntarle ni su nombre, no actuaba.
Ella comenzó, como nunca, ¡me llamo Amanda! Y él sonrió y le dijo que bonito nombre…
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Señorita, ¿doblo a la izquierda? No señor, a la derecha en la primera reja negra. Se bajó del taxi, se dirigió directamente a su cuarto, prendió su computadora y puso algo de música estridente porque quería seguir recordando pero ya no podía recordar más. Llamó a Andrea y ella desconcertada, tal vez por estar aún con un poco de malestar. Le agradeció y le preguntó: ¿Amanda a dónde te fuiste ayer? Ella no sabía si decir no me acuerdo y quedar como una prostituta porque tal vez pensaba que se había ido con el muchacho sobrio del baile interminable, o qué había pasado. ¡Ay a mi casa!, ¿a dónde creías que me habría podido ir? Sin más preguntas decidió finalizar la llamada con un, espero que la pases bonito, mas tarde iré a verte, un beso.
Se echó en su cama, y no estaba asustada, estaba desconcertada pero sin miedo, sabía que no había pasado mayor cosa, porque si hubiera sido así lograría tener algún recuerdo en su cabeza, esto jamás le había ocurrido, ella siempre era la que pagaba los hoteles y llevaba a los muchachos, no muchos pero tampoco pocos.
De la nada, la depresión dominguera, como solía llamarla la atacó. Desde muy chica, quizá dieciocho años, no existía domingo en su vida que no despertara con una pequeña resaca, y desde los veinte, que terminó con el amor de su vida, el único hombre que la enamoró, se despertaba con algún muchacho al lado o con el mismo quizá por meses.
Ahora tenía 25 y era infeliz. Ese domingo sentía que era el último en su vida, era una sensación rara de usada pero no tocada al mismo tiempo. ¿Quién era él, por qué no le dijo ni su nombre? Tenía tantas preguntas y ninguna respuesta.
Ese domingo decidió, cual cobarde huir a otro lado, un tiempo lejos de Lima le harían bien.
Felizmente estaba de vacaciones en el instituto y tenía hacía meses sueños con regresar a Cajamarca y ver sus despertares verdes y respirar aires puros nuevamente.
Sus días comenzaban a tempranas horas, en las que iba al lago a caminar, con un cigarro en la mano y un libro en la otra. Comenzó leyendo historias de amor que de alguna u otra manera la ayudaban a entender un poco más el “por qué los hombres actuaban como cigarros”, a por qué el amor era tan importante en una mujer, a por qué las personas se sentían solas teniéndolo todo en la vida. Se leía libros enteros, leyendo y entendiendo el comportamiento que había tenido hacía algún tiempo atrás.
Pasado algún tiempo, de vez en cuando sufría de alguno que otro mareo.  Ella pensaba que tenía anemia por la delgadez de su cuerpo, porque a veces se olvidaba de comer o porque tenía algún órgano de su cuerpo algo mal, debido a la vida desordenada que había tenido hacía algún tiempo atrás.
Decidió regresar a Lima, a su casa, e ir a sacarse análisis para descartar cualquier posible enfermedad que arruine planes que aún no había hecho.
En el avión, sus recuerdos empezaron a fluir nuevamente. Era como si su cerebro creara una historia. La historia continuaba en que…
“Amanda”, ¿es un nombre en latín, no? La canción cambió y sus cuerpos se entrelazaron pero no llegaron a juntar los labios, que era lo que en el inconsciente de Amanda estaba como un protocolo.
Ella no quería preguntar su nombre, pero por dentro suponía que se llamaba, Felipe o Santiago quizá. Él le invitaba el ron que tomaba, por sus bocas circulaban los mismos gérmenes, pero no la misma química. Era guapo, pero tenía algo raro ella no entendía.
Pero después de esas horas interminables de alcohol y baile, se dio cuenta que el solo mojaba los labios, y ella ya estaba pisando chueco. El muchacho le ofreció llevarla a su casa. Ella en su borrachera y pocos momentos de lucidez, simplemente se dejó llevar. Recuerda que la cargaba por unas escaleras, no recuerda ni cómo llegó al lugar y se echó en la cama, él al lado derecho ella al lado izquierdo.
Al parecer, nunca lo sabrá, porque nunca lo volvió a ver. Tuvieron sexo, un sexo tranquilo como de enamorados, más bien hizo el amor, nada placentero y sin besos prolongados, pero no era algo seguro. Era la única respuesta a sus mareos, ella sentía que estaba embarazada y estaba algo decepcionada porque nunca pensó que su hijo fuera a crecer sin padre. Pero algo feliz porque estaría acompañada por fin. 
Su alegría se incrementaba mientras las horas de vuelo  pasaban. Se sentía una mujer, feliz por fin.
Cuando bajo del avión sentía que las personas la miraban, sentía que la felicidad era contagiosa. Se sentía como cuando conoció a Ramiro, su ex, sentía mariposas en la panza, se sentía enamorada otra vez. Pero con mareos también.
Decidió ir al ginecólogo ni bien bajó del avión. Tomó cualquier taxi, trataba de caminar lento, algo que nunca había hecho. Pensaba en que si era mujer la llamaría Alice y si fuera hombre, Fernando. Ya estaba pensando en ir a comprar ropita de verano, ya que era noviembre y salía el sol de vez en cuando.
Sentada en el consultorio, después de haber tomado una cantidad de agua exagerada para hacerse una ecografía, salió el doctor. Era un doctor alto, con ojos grandes y algo cansados, pelo oscuro y flaco.
“Amanda”, ¿cierto? Ella respondió casi sin hablar, por las ganas que tenía de ir a orinar. Échate en la camilla, por favor. ¿Cuáles han sido tus síntomas? Ella respondió, doctor estoy segura de que estoy embarazada. Pero ¿Cuáles han sido tus síntomas? Mareos, nauseas, cansancio, agotamiento. Demasiado, diría yo. Bueno Amanda, si es que estás embarazada, estás demasiado débil para tener un bebe en buenas condiciones. Tendrías que empezar a comer bien, por favor, pero veamos…
Ella nerviosa, mojaba la camilla con sudor. Él untaba en su vientre una crema heladita que hacía que su piel se ponga de gallina. Al mismo tiempo aguantaba la respiración, porque si no se orinaba en plena ecografía.
Bueno, dijo el doctor, Amanda tu lo que presentas es una grave enfermedad de trasmisión sexual. Y lamentablemente si, también estás embarazada. ¿Pero, doctor, por qué lamentable? El doctor la miraba, no sabía si ser fuerte con ella o darle apoyo moral. Era una muchacha joven después de todo, con sueños escondidos, por realizar.
 Ella se quedó callada y después de un segundo dijo: ¿Doctor, es Sida? ¿El bebe morirá?
Si, Amanda, lo que no entiendo y por eso es que no respondo, es cómo así pudiste quedar embarazada, ya que esta enfermedad la presentas hace varios años y ha estado incubando. ¿Nunca te has hecho un análisis?
No doctor, porque nunca me he sentido mal. Doctor, eso quiere decir que, a todos los muchachos con los que he tenido relaciones, ¿he contagiado? Así es Amanda, alguno te contagio a ti y de ahí tú empezaste a transmitirlo. Pero como te digo, los síntomas que has tenido ahora son por el embarazo, esta enfermedad la empezarás a sentir recién después de unos dos a tres años, que tu cuerpo empieza a perder sus defensas y el dolor que presenta hasta una gripe lo sentirás tan fuerte, que te querrás morir.
Amanda, empezaba a ya no mirar la cara del doctor, más bien miraba su pancita y se la acariciaba. Las lágrimas empezaban a caer. El doctor le agarraba el brazo, ella seguía sollozando y le hizo una última pregunta.
¿Doctor, mi bebe morirá? El doctor se quedó callado un buen tiempo mientras arreglaba los cables para que Amanda baje de la camilla, le alcanzó sus botines negros y le sujeto el brazo para que no resbalara.
No Amanda, tu bebe está perfectamente sano, pero debes cuidarte porque de todas maneras él en algún momento se quedará solo y deben vivir juntos todo lo que se pueda juntos.
Amanda no respondió, terminó de abrocharse sus botines y le dijo: ¿cuándo vengo? El diez de diciembre por favor, en esta semana te llamará mi secretaria para confirmarte la hora.
Se escuchó un golpe en la puerta y un aire frío. Ella ya había desaparecido.
Amanda empezó a bajar las escaleras de tres en tres, queriéndose caer y borrar la memoria. Una memoria de historias devastadas y perjudiciales. No entendía ¿desde cuándo?, ¿cómo había pasado esto? Solo logró responder antes de llegar a la puerta, el por qué no tenía sueños, era porque todo esto ya estaba premeditado. Ella se iba a morir y  su bebe iba a ir solo por la vida, ya que ni siquiera sabía quién era él padre.
Por fin un reflejo del sol alumbró su cabellera, tomó un taxi blanco y viejo y enrumbó a su casa. Cuando llegó se dio con la sorpresa de que no estaba sola en ese lugar, olía a perfume, uno caro, parecía Dior y era el de su mamá.
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Su mamá, se había ido a Argentina  cuando ella era una mocosa de 13 años. Se casó con un millonario y se fue a vivir. No tuvo ningún tipo de sentimiento ni pena al dejarla. Era una niña aún, pero ella creía que estaba bien grande como para asumir responsabilidades.
Tenían una relación terrible, con las justas se dirigían la palabra para asuntos económicos. No era su hija y ella no era su madre. Eran compañeras de hogar o así solía decir Amanda. Ni ella ni su madre se esmeraba por ser amiga una de la otra, simplemente se odiaban.
Para su madre el hecho de haber quedado embarazada de ella, ya había sido una tortura. Y encima de un padre que nunca existió.
Amanda desde muy chica, estuvo al cargo de la señora Olga, que era una señora que la crió como si fuera su hija hasta que tuvo diecisiete años y falleció. Amanda desde ese entonces vivió sola, comenzó a desarrollarse como mujer y a darse cuenta de las cosas, sola.
Empezó a meterse con hombres por placer y dependencia afectiva desde muy chica y porque nunca tuvo normas ni una madre. Olga estaba ahí, Amanda la quería. Pero igual seguía siendo su nana y ella lo sabía. Por dicho motivo, metía a quien le valía en gana de meter a su casa y hacía exactamente lo mismo, sin control ni resentimiento.
Desde ahí comenzó su atareada vida y su desorden emocional.
Mantenía una relación muy básica por cartas con su madre, por donde le depositaba dinero, para el instituto y demás.

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Entró y su mamá estaba sentada en el gran sillón marrón que había en su salita de estar, fuera de su cuarto. Estaba con las piernas cruzadas y los brazos igual, con el pelo bien liso y sin una sola cana. A veces Amanda no entendía como teniendo 58 años, ella lucía tan regia.
¿Mamá? ¿Qué haces acá? Hola Amanda, ¿Cómo estás? He venido porque me enteré que fuiste al doctor y me preocupé, yo se que tu vas al doctor sólo cuando realmente estás muriendo. ¿Cómo sabes? ¿A caso me espías? No, no, como vas a creer eso. Pero me llegó en tu estado de cuenta de la tarjeta de crédito que habías ido a la clínica, y pensé que estabas mal y como función de madre vine a verte.  
Amanda, miró al piso, la miró a ella. No entendía que sucedía. Su madre, no era su madre. Ella no era su hija.  Pero veo que estás bien, solo algo flaca, dijo la madre. Ella movió la cabeza y le dijo. Pues no, estoy embarazada y también me voy a morir. Y te odio.
Su madre, se levantó, la siguió rápidamente a su cuarto y le dijo, ¿cuánto costará esta gracia? Para depositarte el dinero de una vez para que vayas a abortar. Amanda tu sabes que aún eres joven y con muchas metas por cumplir, un hijo interrumpirá todo lo que has logrado hasta ahora. ¿Qué? Respondió Amanda con voz fuerte. Tú no me abortaste porque no tenías dinero ¿no?, si no estoy segura que lo hubieras hecho. Bueno yo no lo abortaré, el nacerá y será feliz hasta que yo muera, porque para todo esto la que si se va a morir soy yo. Pero eso resultará más fácil para ti.
Amanda, no hables tonterías, ¿Por qué te vas a morir? ¿A caso tienes cáncer o Sida? Sí pues, tengo Sida y por un milagro mi bebe no. El nacerá y vivirá conmigo, con su madre y lo cuidaré como jamás me cuidaste tú. Ahora por favor lárgate de mi casa.
La madre de Amanda salió y a su salida dejó un sobre con su dirección y mucho dinero, en uno de los papeles escribía que jamás pensó en abortarla, que siempre la quiso. Pero que no estaba lista para ser una madre en el momento que ella nació y por tal motivo jamás la trato como una hija. Y que ella iba a estar ahí en el momento que Amanda decidiera irse. Ella iba a educar y criar a ese bebe como ella nunca lo hizo con Amanda.
Amanda, se quedó muda después de haber leído ese papel. No entendía como las personas después de haber hecho tanto daño, tenían la voluntad para cambiar y ser mejores. Igual estaba sola en el mundo y la única persona que podría cuidar a su bebe iba a ser su madre.
Pasaron los meses y en ese tiempo empezó a dar charlas de orientación sexual en los colegios de sus amigas. Iba a centros de rehabilitación a contar experiencias vividas. Su vida por fin tenía un sentido, ella no quería que a nadie más le pase lo que a ella le pasó. Pero los días igual se le acortaban y la barriga se le ensanchaba.
De pronto, un 13 de agosto, Alice lloró, fue amor a primera vista. Una cosa nunca antes vivida. Se enamoró de su hija, una bebe preciosa, que apenas salió de su vientre, se acurrucó en su pecho y dejó de llorar.
Pasaron 2 años de alegría y algunos malestares. De pronto con el tiempo, el cuerpo de Amanda ya no funcionaba de la misma manera. Y decidió antes de que Alice se acostumbrara mas a ella mandarla con su madre a Argentina.
Amanda falleció un 31 de diciembre del siguiente año. Se enamoró una sola vez en su vida y fue de su hija.